¿Debe primar la libertad de expresión sobre las opiniones éticas cuando se habla de violencia de género?
La semana del 19 de noviembre (2009) se ha desatado una polémica interesante en EL PAÍS. Un individuo, Enrique Lynch, del que hasta el día que leí su artículo no había oído ni su nombre, y que nunca tuvo tanta publicidad a pesar de los cientos de artículos y varios libros que dice haber publicado, escribe un artículo en el que aconseja que las mujeres tengan cuidado con el feminismo revanchista porque provoca la violencia masculina contra las mujeres. Y afirma, y no por ser más conocido el tópico es menos importante, que las madres son quienes han educado a sus hijos como bestias machistas que luego violentarán a las mujeres. Los argumentos, aunque fáciles e intelectualmente muy limitados, no dejan de ser peligrosos respecto al grave problema del que hablamos porque da una pátina intelectual a las posiciones más groseras del más burdo machismo.
A los dos días le contesta Sol Gallego-Díaz, ahora corresponsal en Argentina, pero una mujer con bastante poder en el periódico, que no quiso ser directora de EL PAÍS cuando se lo propuso Juan Luis Cebrián, y prefirió quedarse como directora adjunta, y a quien debe agradecérsele su prontitud en la respuesta a los delirios de este talibán ilustrado español.
Recojo también dos cartas al director: una de Miguel Lorente (actual delegado del Gobierno para la Violencia de Género, a quien admiro), y otra de un hombre que no conozco.
También acompaño la tribuna de la Defensora del Lector/a) de EL PAÍS del domingo, 22 de noviembre. A pesar del delicado puesto que ocupa Milagros Pérez Oliva, creo que lo está haciendo bastante bien; algunas personas creen que es demasiado tibia, no es mi opinión. Desde una posición muy difícil, tira de las orejas a los responsables de la sección de Opinión del periódico de una manera muy sutil pero en donde claramente se posiciona a favor de que el artículo de Lynch no debiera haber sido publicado. También la semana del 23-29 (noviembre 2009) recogió otro artículo, esta vez de una redactora de Internacional (EL PAÍS). Y, por último, la última columna de la Defensora del Lector, sobre el tratamiento de la violencia de género, y donde sigue informando de las consecuencia del artículo de marras (no voy a volver a citar el nombre del autor, de cuyo nombre no voy a acordarme, por consejo de nuestra sabia, Amelia Valcárcel, porque no debemos hacer de ‘Ningúnez’ ‘Alguien’).
A continuación, mi posición respecto al tema de fondo, que envié a EL PAÍS para su publicación la madrugada del martes, 24 de noviembre, amparándome en la defensa de mi derecho, también, a la libertad de expresión y, a continuación, por orden cronológico, las piezas publicadas por EL PAÍS.
En primer lugar, porque el periodismo de calidad exige no sólo informaciones veraces sino también opiniones éticas; lo dice el Código Europeo de Deontología de la Profesión Periodística aprobado por unanimidad en 1993 en el Consejo de Europa. Como señala este Código, la ciudadanía tiene derecho y debería exigir a las empresas mediáticas una información veraz y unas opiniones éticas porque, como recoge la Constitución, dado que toda la ciudadanía tiene derecho a la libertad de expresión, no hay justificación alguna para que la exigua minoría de personas a quienes se les permite ejercer este derecho, hagan un uso perverso de él, en el sentido de que causen un daño intencionadamente. Lo que viene a decir el Código Europeo es que no solo son sagrados los hechos sino que no es válida toda opinión (EL PAÍS, 31 de mayo de 2004).
¿Qué entendemos por opiniones éticas en periodismo? Aquellas que buscan fortalecer la convivencia entre los seres humanos desde el prisma de la razón y el progreso; las que ayudan a la ciudadanía a entender el mundo que le ha tocado vivir y que aportan salidas y soluciones a problemas que mejoran no solo nuestra vida personal, sino las de la gente que nos rodea. Son opiniones éticas las que, al leerlas, la ciudadanía encuentra en ellas razones de peso para modificar opiniones y actitudes dañinas y asociales que, como mitos construidos que son, están instaladas en el imaginario social y no han encontrado apenas oposición legitimada hasta fechas recientes (en España, después de reformas parciales, en 2004 con la Ley orgánica de medidas integrales contra la violencia de género). Las opiniones de Lynch publicadas en EL PAÍS del 19 de noviembre no son opiniones éticas porque no ayudan a la sociedad a entender las raíces de la violencia que ejercen los hombres que se consideran superiores a las mujeres; todo lo contrario, culpa a las propias mujeres de lo que sólo son responsables este tipo de hombres.
La segunda razón por la que EL PAÍS no debería haber publicado las opiniones, que no argumentos, de Lynch, es que van en contra de las leyes. Según el periódico (22 de noviembre pasado) los autores de artículos de opinión están amparados por la libertad de expresión siempre que los contenidos respeten las leyes y el Libro de estilo. Pues bien, es ir contra la Ley de Violencia de género promover y potenciar el odio contra las organizaciones de mujeres (¿quiénes son, sino, las feministas revanchistas?) cuyo “pecado” ha sido enfocar, desenmascarar y denunciar la ideología de los violentos; y así lo reconoce la Ley. Es tanto el odio que destila el artículo a propósito de una simple campaña publicitaria erróneamente interpretada por el autor, que su sola lectura debería haberles alertado de su falta de argumentación, condición imprescindible para valorar un artículo de opinión. La profesionalidad debería haberles iluminado sobre un artículo que ataca la misma base de esta Ley, culpando a las mujeres de la violencia que padecen (a las madres que forman la masculinidad agresiva de sus vástagos, por una parte, y a las feministas revanchistas que promueven y luchan por la independencia de las mujeres, por otra; en palabras de Lynch que “lanzan a las mujeres al choque con machos ignorantes y brutales”). La Ley es muy clara desde el primer párrafo en donde se recoge que esta es una violencia que se dirige sobre las mujeres por ser consideradas por sus agresores carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión.
Claro que son las organizaciones feministas y de mujeres las que pueden sentirse orgullosas de haber sido las pioneras en la lucha contra los que utilizan la fuerza para someter a las mujeres, y por ello son el blanco de sus iras, pero desde hace cinco años, con la Ley aprobada por unanimidad en el Congreso, es la sociedad en su conjunto quien es cada vez más consciente de que debe involucrarse para arrinconar y aislar a los agresores y a quienes los sustentan. Pero hay más, si toda la sociedad debe posicionarse claramente contra estos delincuentes, con mucha más razón están obligados los medios de comunicación, cuya función es ayudar a la ciudadanía a entender la realidad y a formarse su propio criterio (Libro de estilo de EL PAÍS). Por otra parte, no se debe olvidar que el artículo 13 de la Ley que comentamos obliga al cumplimiento estricto de la legislación en materia de protección y salvaguarda de los derechos fundamentales, “con especial atención a la erradicación de conductas favorecedoras de situaciones de desigualdad de las mujeres en todos los medios de comunicación social”.
La tercera y última razón por la cual EL PAÍS no debería haber publicado el artículo que comentamos es que la mayor organización de profesionales del periodismo, la FAPE, en su Código Deontológico, exige a la profesión periodística someterse a determinados límites –la no vulneración de otros derechos fundamentales- cuando ejercen su legítimo derecho a la libertad de expresión. Creemos que, de la misma forma, quienes dirigen los medios deben ser exquisitamente exigentes y rigurosos en la selección de los artículos a publicar, especialmente aquellos que transmiten opiniones que pueden promover y alentar, en individuos peligrosos, la violación de derechos humanos de las mujeres tan fundamentales como el derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad y a no ser sometidas a tratos crueles, inhumanos o degradantes. Ya nadie admite leer en un periódico que se hable de “crimen pasional” al referirse a un caso de violencia de género, y me consta el interés y el cuidado de muchas y muchos periodistas para cubrir adecuadamente los hechos involucrados en este tipo de violencia. Como dice la Ley, la conquista de la igualdad y el respeto a la dignidad de las personas y su libertad, tiene que ser un objetivo prioritario en todos los niveles de socialización; no debemos dejar de destacar el pilar fundamental que deben jugar los medios de comunicación en este cometido.
Este no es un asunto de echar otra vez la culpa a las brujas e intentar quemarlas en la hoguera. En España el proceso de desenmascaramiento de los violentos es ya irreversible (y en los 52 países en donde la Ley de Violencia de género es un referente, también) porque es toda la sociedad la que se está empezando a dar cuenta de que no sirven las coartadas y el activismo de los violentos para seguir manteniendo el control sobre las mujeres porque es inmenso y demoledor el daño que hacen a las mujeres, el sufrimiento en el que sumen a sus hijos e hijas y el destrozo emocional para quienes les rodean. Como personas preocupadas por mejorar la sociedad en que vivimos, en nombre de nuestra libertad de expresión, debemos exigir que los medios de comunicación sean rotundos en apoyar las leyes vigentes sobre la materia; dar pábulo a las posiciones reaccionarias y de odio contra las mujeres de quienes se niegan a perder sus derechos basados en la defensa arrogante y prepotente de sus intereses, además de terrible para ellas, es un signo de ceguera política imperdonable en los tiempos que corren.
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Cuando el anuncio de una campaña es capaz de levantar una reflexión como la reflejada por Enrique Lynch en su artículo Revanchismo de género (EL PAÍS, 19-11-2009), algo no funciona en nuestra sociedad.
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